Francis Scott Fitzgerald
I
Finnegan y yo tenemos el mismo agente literario que nos vende nuestros escritos, pero a pesar de que a menudo había estado en la oficina del señor Cannon justo antes o justo después de algunas de las visitas de Finnegan, nunca me había encontrado con él.
Teníamos también el mismo editor, y con frecuencia cuando yo llegaba allí, Finnegan acababa de irse. Por la manera pensativa y anhelante en que se referían a él —“Ah, Finnegan”... “Ah, sí, vino Finnegan”—, calculaba que las visitas del distinguido escritor no eran muy tranquilas. Algunas afirmaciones hacían suponer que al irse algo se había llevado, manuscritos, pensaba yo, alguna de sus grandes y exitosas novelas. Se la había llevado para una revisión final, una última redacción; decían los rumores al respecto que las escribía diez veces para lograr ese flujo fácil, ese ingenio vivo que distinguía sus obras.
Sólo gradualmente fui descubriendo que la mayor parte de las visitas de Finnegan tenían que ver con dinero.
—Lamento que se vaya —me decía el señor Cannon—. Finnegan vendrá mañana. —Luego, tras una pensativa pausa—: Probablemente estaré más o menos ocupado con él.
No sé qué tono de su voz me recordaba una conversación con cierto nervioso presidente de banco cuando se anunció que Dillinger merodeaba por la vecindad. Sus ojos miraban a la distancia y hablaba como consigo mismo.
—Por supuesto que es posible que nos traiga un manuscrito. Está trabajando en una novela, sabe. Y en un drama también. —Hablaba como si se refiriera a algunos incidentes interesantes y remotos del cinquecento.: pero sus ojos se mostraron más esperanzados cuando agregó—: O quizás un cuento.
—Es muy versátil, ¿no? —dije yo.
—Ah, sí. —El señor Cannon se animó—. Puede hacer cualquier cosa... Cualquier cosa cuando se lo propone. No ha habido nunca un talento semejante.
—No lo he leído mucho últimamente.
—Ah; pero está trabajando mucho. Algunas revistas tienen cuentos suyos y los guardan.
—¿Los guardan para qué?
—Bueno, para una mejor ocasión... Un alza de sus bonos. Les gusta saber que tienen algo de Finnegan.
En realidad su nombre significaba dinero. Su carrera había comenzado brillantemente; si no se mantenía siempre en aquel primer nivel de exaltación, al menos volvía a comenzar brillantemente cada ciertos años. Era la eterna promesa de las letras americanas; y en realidad resultaba sorprendente lo que podía hacer con las palabras; les daba brillo y fulgor, escribía frases, párrafos, capítulos que constituían obras maestras del estilo. Sólo cuando conocí a un pobre diablo guionista de cine que había estado intentando convertir uno de sus libros en una historia lógica, me di cuenta de que tenía enemigos.
—Es hermoso cuando lo lees —dijo disgustado este hombre—, pero escríbelo para ponerlo en orden y es como pasar una semana en el manicomio.
De la oficina del señor Cannon fui a donde mis editores, en la Quinta Avenida; y también allí me informaron de inmediato que se esperaba a Finnegan al día siguiente. En realidad, había arrojado tan larga sombra ante sí, que el almuerzo en que pensaba discutir mi propia obra fue dedicado en gran parte a Finnegan. De nuevo tuve la impresión de que mi huésped, el señor George Jaggers, más que hablarme a mí se hablaba a sí mismo.
—Finnegan es un gran escritor —dijo.
—Sin duda.
—Y en realidad es también persona valiosa, sabe.
Como yo no había manifestado lo contrario, le pregunté si existían dudas al respecto.
—Oh, no —exclamó apresuradamente—. Sólo que ahora último ha tenido esta ráfaga tan grande de mala suerte.
Asentí con simpatía.
—Ya sé. Tirarse en una piscina semivacía fue una pifia seria.
—Oh, no estaba semivacía. Estaba llena de agua. Llena hasta los bordes. Debiera escuchar a Finnegan contar el asunto. Es para desternillarse de la risa. Parece que se hallaba en un estado más o menos ruinoso y sólo se tiraba desde el borde de la piscina, usted sabe —el señor Jaggers apuntó a la mesa con su tenedor y su cuchillo—, y entonces vio a unas niñas tirarse del trampolín de cuarenta metros. Dice que pensó en su juventud perdida y subió para hacer lo mismo; se tiró un hermoso salto de ángel, pero se quebró el hombro cuando aún estaba en el aire. —Me miró con cierta ansiedad—. ¿No ha oído hablar de casos así, de beisbolistas que se descoyuntan el brazo?
No se me ocurrió ningún paralelo ortopédico en ese momento.
—Y luego —continuó como en sueños— Finnegan tuvo que escribir en el techo.
—¿En el techo?
—Prácticamente. Porque no dejó de escribir; ese tipo tiene agallas, aunque usted no lo crea. Hizo que le construyeran un sistema que se suspendía del techo, y así, tendido de espaldas, escribió en el aire.
Tuve que convenir en que se trataba de un acto de valor.
—¿No afectó su trabajo? —pregunté—. ¿No tuvieron que leer sus cuentos al revés, como en el chino?
—Durante un tiempo resultaron un tanto confusos —reconoció —. Pero ahora está bien. He recibido varias cartas suyas que hacen pensar de nuevo en el viejo Finnegan: lleno de vida y esperanzas y planes para el futuro.
La mirada lejana retornó a su rostro y yo llevé la discusión hacia asuntos más próximos a mi corazón. Sólo cuando volvimos a su oficina recurrió el tema, y me pongo rojo al escribir esto, porque involucra confesar algo que no suelo hacer: leer telegramas de otra persona.
Ocurrió debido a que el señor Jaggers fue interceptado en el hall, y cuando entré a su oficina y me senté, se hallaba desdoblado y abierto ante mi vista:
Con cincuenta podría al menos pagar mecanógrafa, cortarme pelo y comprar lápices vida se ha hecho imposible y sólo existo por sueño de buenas noticias desesperadamente.
FINNEGAN.
No podía creer a mis ojos: cincuenta dólares, mientras yo sabía que el precio de un cuento de Finnegan lindaba en los tres mil. George Jaggers me encontró aún mirando aturdido el telegrama. Después de leerlo me miró con ojos agobiados.
—No veo cómo podría hacerlo a conciencia — dijo.
Me sobresalté y miré a mi alrededor para asegurarme de que estaba en la próspera oficina editora de Nueva York. De pronto comprendí: había malinterpretado el telegrama. Era un adelanto de cincuenta mil lo que pedía Finnegan, y una petición así habría hecho tambalearse a cualquier editor, se tratase del escritor que se tratase.
—Sólo la semana pasada —dijo desconsoladamente el señor Jaggers — le mandé cien dólares. Pone a mi departamento en el debe todos los años, de manera que ya no me atrevo a decírselo a mis socios.
La mirada lejana retornó a su rostro y yo llevé la discusión hacia asuntos más próximos a mi corazón. Sólo cuando volvimos a su oficina recurrió el tema, y me pongo rojo al escribir esto, porque involucra confesar algo que no suelo hacer: leer telegramas de otra persona.
Ocurrió debido a que el señor Jaggers fue interceptado en el hall, y cuando entré a su oficina y me senté, se hallaba desdoblado y abierto ante mi vista:
Con cincuenta podría al menos pagar mecanógrafa, cortarme pelo y comprar lápices vida se ha hecho imposible y sólo existo por sueño de buenas noticias desesperadamente.
FINNEGAN.
No podía creer a mis ojos: cincuenta dólares, mientras yo sabía que el precio de un cuento de Finnegan lindaba en los tres mil. George Jaggers me encontró aún mirando aturdido el telegrama. Después de leerlo me miró con ojos agobiados.
—No veo cómo podría hacerlo a conciencia — dijo.
Me sobresalté y miré a mi alrededor para asegurarme de que estaba en la próspera oficina editora de Nueva York. De pronto comprendí: había malinterpretado el telegrama. Era un adelanto de cincuenta mil lo que pedía Finnegan, y una petición así habría hecho tambalearse a cualquier editor, se tratase del escritor que se tratase.
—Sólo la semana pasada —dijo desconsoladamente el señor Jaggers — le mandé cien dólares. Pone a mi departamento en el debe todos los años, de manera que ya no me atrevo a decírselo a mis socios.
Lo saco de mi propio bolsillo, renunciando a un traje y a un par de zapatos.
—¿Quiere decir que Finnegan está en la ruina?
—¡En la ruina! —Me miró riendo en silencio. En realidad no acabó de gustarme su manera de reír. Mi hermano sufría de... Pero eso es cuento aparte. Después de un momento se compuso—. ¿No dirá nada de esto, cierto? La verdad es que Finnegan ha estado de baja, ha tenido un golpe tras otro en los últimos años, pero ahora se está animando y estoy seguro de que recuperaremos hasta el último centavo de lo que hemos... —Trató de pensar qué palabra decir, pero se le escapó “dado”.
Ahora era él quien se mostraba ansioso por cambiar de tema.
No quiero causar la impresión de que los asuntos de Finnegan me absorbieron una semana entera en Nueva York. Sin embargo, fue inevitable que pasando tanto tiempo en las oficinas de mi agente y mi editor, me salieran varios al encuentro. Por ejemplo, dos días después, usando el teléfono de la oficina del señor Cannon, me tocó escuchar casualmente una conversación entre él y George Jaggers. Sólo en parte puedo tildarme de intruso, ya que apenas escuchaba un extremo de la conversación, y eso no es tan reprobable como haberla escuchado entera.
“Pero me dio la impresión de que estaba bien de salud... Algo dijo, sí, sobre su corazón hace unos meses, pero yo entendí que se había mejorado... Sí, y habló de una operación a la que quería someterse: creo que dijo que era cáncer... Bueno, me dieron ganas de decirle que yo también tenía mi pequeña operación bajo la manga y que ya me la habrían hecho si hubiera podido pagarla... No, no lo dije. Parecía de tan buen ánimo que hubiera sido una vergüenza desalentarlo. Hoy día empieza un cuento; me leyó algo por teléfono. ..”
“... Sí, le di veinticinco porque no tenía un centavo en los bolsillos...
Ah, sí, estoy seguro de que ahora andará bien. Suena a serio lo que dice.”
Lo comprendí todo en ese momento. Los dos hombres habían entablado una conspiración secreta para animarse mutuamente en cuanto a Finnegan. Lo que habían invertido en él, en su futuro, sumaba tan enorme cantidad, que Finnegan les pertenecía. No podían tolerar una palabra en su contra, ni aunque viniera de ellos mismos.
II
Le dije al señor Cannon lo que pensaba.
—Si este Finnegan es un farsante, no pueden seguir dándole dinero indefinidamente. Si ya está liquidado, simplemente está liquidado y no hay nada que hacerle. Es absurdo que usted postergue una operación mientras él anda por ahí tirándose a piscinas semivacías.
—Estaba llena —replicó pacientemente el señor Cannon—, llena hasta los bordes.
—Bueno, llena o vacía, el tipo me parece una calamidad.
—Mire —dijo Cannon—, tengo una llamada de Hollywood en este momento. Mientras tanto, échele una mirada a esto. —Me tiró un manuscrito a las rodillas—. A lo mejor lo ayude a comprender. Lo entregó ayer.
Era un cuento. Lo comencé de malas ganas, pero antes de cinco minutos estaba completamente sumergido en él, totalmente encantado, totalmente convencido, y ansiando locamente poder escribir así.
Cuando Cannon terminó su llamada tuvo que esperar que yo concluyera la lectura, y cuando concluí, había lágrimas en estos duros y viejos ojos profesionales. Cualquier revista del país lo habría publicado en primer lugar en cualquier número.
Bueno, pero nadie había negado nunca que Finnegan supiera escribir.
III
Pasaron meses antes de que volviera a Nueva York, y esta vez, en lo que se refiere a las oficinas de mi agente y mi editor, descendí sobre un mundo más quieto, más estable. Por fin hubo tiempo para hablar de mis escrupulosos si bien desalentados intentos literarios, para visitar al señor Cannon en el campo y para matar noches de verano con George Jaggers en restaurantes al aire libre, donde la luz vertical de las estrellas de Nueva York cae como lentos rayos.
Finnegan podría haber estado en el Polo Norte, y casualmente allí estaba. Andaba con un buen grupo entre el que se contaban tres antropólogas de Bryn Mawr y todo parecía indicar que recogería allí bastante material. Se iban a quedar varios meses y el que la cosa me sonara un poco a una promisoria fiestecita familiar, probablemente se debía a mi disposición celosa y cínica.
—Estamos simplemente felices —dijo Cannon—. Es un envío de Dios para él. Estaba hastiado, y justo lo que necesitaba es... es...
—Hielo y nieve —le ayudé.
—Sí, hielo y nieve. Lo último que dijo es característico de él. Todo lo que escriba será blanco puro, tendrá a su alrededor un brillo enceguecedor.
—Me imagino que sí. Pero dígame, ¿quién lo financia? La última vez que estuve aquí el hombre estaba en la inopia.
—Oh, se portó muy bien en cuanto a eso. Me debía algún dinero y creo que le debía algo a George Jaggers también. —”Y creo”, viejo hipócrita. Sabía perfectamente—. Así que antes de partir nos dejó la mayor parte de su seguro de vida. Eso, por si no regresara; esos viajes son peligrosos, desde luego.
—Me imagino —dije—; en especial con tres antropólogas.
—De manera que Jaggers y yo estamos totalmente resguardados si algo ocurre. Eso es todo.
—¿Fue la compañía de seguros la que le financió el viaje?
Se molestó perceptiblemente.
—Oh, no. En realidad cuando ellos conocieron la razón de las asignaciones se sintieron un tanto alterados. George Jaggers y yo pensamos que habiendo un plan determinado, con un libro determinado al final, se justificaba que lo respaldáramos un poco más.
—No lo entiendo —dije a secas.
—¿No? —La vieja expresión desolada volvió a sus ojos—. Bueno, reconozco que tuvimos vacilaciones. En principio, sé que está mal. Yo solía adelantarles a los autores pequeñas cantidades de vez en cuando, pero últimamente he adoptado y mantenido la política contraria. Sólo una vez en los dos últimos años he faltado a ella, y fue por una mujer que lo estaba pasando mal: Margaret Trahill, ¿la conoce? Una antigua novia de Finnegan, casualmente.
—Acuérdese de que no conozco ni siquiera a Finnegan.
—De veras. Pero debiera conocerlo cuando regrese, si es que regresa.
Le gustaría; es sumamente encantador.
De nuevo me fui de Nueva York hacia mis propios Polos Nortes imaginarios, mientras el año atravesaba rodando el verano y el otoño.
Cuando en el aire apareció el primer brote de noviembre, pensé en la expedición Finnegan con una especie de estremecimiento y cierta envidia del hombre que había partido. Probablemente se estaba ganando cualquier botín, literario o antropológico, que se trajera a su regreso. Luego, antes de que transcurrieran tres días desde mi vuelta de Nueva York, leí en el diario que él y otros miembros de su expedición se habían perdido en una tormenta de nieve cuando se les acabaron las provisiones y que el Ártico había reclamado otro sacrificio del intrépido hombre.
Lo lamenté por él, pero con el suficiente sentido práctico para alegrarme de que Cannon y Jaggers estuvieran bien protegidos. Por cierto que con Finnegan apenas frío —si no resulta demasiado horripilante la comparación— no iban a hablar del asunto, pero yo deduje que las compañías de seguros habían desistido del habeas corpus, o como se llame en su jerga, tal como si se hubiese caído de un barco al Atlántico, por lo cual parecía bastante seguro que ellos recibirían el dinero.
Su hijo, un joven bien parecido, entró en la oficina de George Jaggers mientras yo me encontraba ahí y por él pude tener un atisbo del encanto de Finnegan: una franqueza tímida y la impresión de que en su interior se llevaba a cabo una lucha muy tranquila y valiente, de la cual no se resolvía a hablar, pero que se manifestaba como relámpagos en su obra.
—El muchacho también escribe bien —dijo George cuando aquél se hubo ido—. Ha entregado algunos poemas notables. No está preparado para calzar los zapatos de su padre, pero es concretamente una promesa.
—¿Puedo ver alguna de sus cosas?
—Por supuesto. Aquí hay una que dejó recién.
George sacó un papel de su escritorio, lo abrió y se aclaró la garganta.
Luego se le fueron los ojos y se inclinó un poco desde la silla.
— Querido señor Jaggers —comenzó—: no quise pedirle esto personalmente.
—Jaggers se detuvo, mientras sus ojos siguieron leyendo de prisa.
—¿Cuánto quiere? —le pregunté.
Suspiró.
—Me había dado la impresión de que se trataba de una parte de su trabajo —dijo con voz dolorida.
—Pero si de eso se trata —lo consolé—. Por supuesto que aún no está preparado para calzar los zapatos de su padre.
Más tarde lamenté haber dicho esto, ya que después de todo Finnegan había pagado sus deudas y era bueno estar vivo ahora que volvían los buenos tiempos y los libros no se consideraban ya lujos innecesarios.
Muchos escritores conocidos míos que habían vivido a tres cuartos y un repique durante la depresión, realizaban ahora sus postergados viajes, o terminaban de pagar hipotecas, o producían esas obras mejor acabadas que sólo pueden hacerse cuando se tiene cierta holganza y cierta seguridad. Me acababan de dar mil dólares como anticipo por una aventura en Hollywood y estaba pronto a volar con el mismo entusiasmo de aquellos viejos días de las vacas gordas.
Cuando entré a despedirme de Cannon y a cobrar el dinero, me alegré de ver que también él estaba aprovechando: quería que lo acompañara a ver una lancha a motor que se iba a comprar.
Pero surgieron asuntos de último minuto que lo iban a retardar y me puse impaciente y decidí hacerle el quite. Como no obtuve respuesta al golpear la puerta de su santuario, opté por abrirla.
La oficina interior parecía en estado de confusión. El señor Cannon atendía varios teléfonos a la vez y dictaba algo acerca de una compañía de seguros a una mecanógrafa. Una secretaria se metía apresuradamente dentro de su sombrero y su abrigo, como alistándose para una diligencia, mientras otra contaba los billetes de su cartera sobre una mesa.
—Será sólo un minuto —dijo Cannon—; se trata sólo de un pequeño alboroto de oficina... Nunca nos vio antes así.
—¿Es por el seguro de Finnegan? —No pude evitar la pregunta—. ¿No sirve?
—Su seguro... Oh, perfectamente, perfectamente. Esto es sólo cosa de juntar unos cuantos cientos así de prisa. Los bancos están cerrados y todos estamos contribuyendo.
—Yo tengo el dinero que me acaba de dar —le dije—. No lo necesito todo para llegar a la costa. — Saqué dos de a cien—. ¿Alcanza con esto?
—Magnífico. Justo lo que necesitamos. No se preocupe más, señorita Carlsen. Señora Mapes, ya no necesita ir.
—Creo que las emprendo —expresé. —Espéreme dos minutos —me urgió—. Sólo tengo que encargarme de este cable. Es una noticia verdaderamente espléndida. Estimulante.
Era un cablegrama de Oslo, Noruega, y antes de comenzarlo a leer tuve una premonición.
Milagrosamente a salvo aquí, pero detenido por autoridades por favor cablegrafíe dinero pasajes cuatro personas y doscientos extra llevo de vuelta muchos saludos de los muertos.
FINNEGAN.
—Sí, espléndida —asentí—. Ahora tendrá una historia que contar.
—¿Verdad que sí? —dijo Cannon—. Señorita Carlsen, ¿quiere cablegrafiar a los padres de esas muchachas?... Y sería bueno que informara al señor Jaggers.
Mientras caminábamos por la calle unos minutos después, noté que el señor Cannon, como aturdido por el prodigio de esta noticia, había caído en un profundo estado de meditación, del cual no hice nada por sacarlo, ya que después de todo yo no conocía a Finnegan y no podía compartir de corazón su alegría. Su ánimo de silencio continuó hasta que llegamos a la puerta de la exhibición de lanchas a motor.
Justo bajo el letrero se detuvo y levantó la vista como si acabara de darse cuenta de que íbamos allí.
—¡Diablos! —exclamó dando un paso atrás—. No tiene sentido entrar aquí ahora. Pensaba que íbamos a tomar un trago.
Lo hicimos. El señor Cannon seguía un tanto vago, un poco bajo el hechizo de la gran sorpresa. Se escudriñó tanto en busca del dinero para pagar su vuelta, que insistí en que me tocaba a mí.
Creo que debe de haber estado aturdido todo el tiempo, pues, aunque es hombre de la más puntillosa precisión, los doscientos que le pasé en su oficina jamás han aparecido en los balances que me envía.
Pero me imagino que algún día seguramente los recuperaré, porque algún día Finnegan golpeará de nuevo y sé que la gente se peleará por leer lo que escriba. Últimamente me ha dado por investigar algunas de las historias acerca de él y he descubierto que casi todas son tan falsas como la piscina medio vacía. Esa piscina estaba llena hasta los bordes.
Hasta el momento ha aparecido un solo cuento sobre la expedición polar, un cuento de amor. Tal vez no era el gran tema que Finnegan esperaba. Pero el cine se interesaba por él; siempre que puedan darle una buena y larga mirada primero, y tengo buenas razones para pensar que saldrá bien. Mejor sería.
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