Juan Rodolfo Wilcock
La primera pareja de conejos parecía bastante inocente, mejor dicho, no se dejaban ver nunca juntos, y ocupado como estaba en trabajar el huerto en seguida me olvidé de su existencia. Habían excavado una galería bajo tierra, una arcilla dura que no se derrumba fácilmente. Pero un día ví entre mis repollos un grupo de conejitos blancos, de hocico rosado, ocupado en comerse las hojas más bajas. Rápidamente, no es el caso de contar la previsible historia: los conejos se multiplicaron como moscas, se comieron toda la verdura de mi huerto y también la de los huertos cercanos y continúan reproduciendose a una velocidad que me atrevería a calificar de extraordinaria. Lo que no era previsible, en cambio, es la inmensa felicidad, la paz deliciosa que después de esa invasión de conejos se apoderaron, ya sea de mi ánimo, ya sea del ánimo de los vecinos, ya resignados al sacrificio de sus cultivos; mejor, para decir la verdad, de cualquier espacio verde, seto o matorral que todavía se pudiese encontrar en los alrededores. Y también de los árboles, porque estos conejos voraces roen la corteza hasta que la planta se debilita, las hojas se marchitan y caen, y son inmediatamente devoradas por los calmos roedores. Ahora por estos lados se come solamente conejos, en el almuerzo y en la cena; costumbre nueva que no consigue todavía hacer mella en la notable capacidad reproductora de la especie. Sea como sea, no hace falta creer que nuestra felicidad y nuestra paz se deban solamente, o en importante medida , a esta circunstancia banal de tener que comer conejo a la mañana y a la noche. No, nuestra felicidad es casi exclusivamente debida al color blanco de los conejos. En efecto, en este país templado no nieva nunca, y las únicas manchas blancas que hasta ahora reavivaban el paisaje eran los muros de las casas pintados a cal, pero que a causa de la peculiar composición química de la cal local se vuelven en seguida amarillas. Esta alegría particular que en otros países más afortunados se experimenta a la mañana, cuando uno se levanta de la cama y asoma por la ventana el paisaje armonizado por una neveda nocturna, nosotros por primera vez en nuestra vida, la tenemos aquí, delante de nuestros ojos día y noche. Una llanura ondulada de pieles blancas se extiende hasta el horizonte y el paisaje conocido por nosotros, erizado de árboles desnudos, brilla bajo el sol como una Antártida de sueño. Ninguna mancha roja, verde o marrón turba este candor, y la paz, una paz jamás imaginada, nos penetra por los ojos y nos vuelve más buenos y más comprensivos. Los conejos no se mueven , están allí quietos esperando que la hierba roída deje salir algún nuevo brote para comérselo en seguida; y las noches de luna, aquí donde el aire es siempre dulce, ¿quién podría resistir al placer de contemplar por horas y horas, con las ventana abierta, este milagro de nieve, estriado de largas sombras azules?
1 comentario:
No cagan estos conejos, no claro, deben ser muy especiales.
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