6.8.06

Madame Edwarda

Georges Bataille

Si tienes miedo de todo, lee este libro, pero antes que nada, escúchame: si ríes es que tienes miedo. Te parece que un libro es una cosa inerte. Es posible. ¿Y, sin embargo, si como suele suceder, tú no saber leer? ¿Deberías temer...? ¿Estás solo?, ¿tienes frío?, ¿saber hasta qué punto el hombre es “tú mismo”?, ¿imbécil?, ¿y desnudo?
MI ANGUSTIA ES AL FIN LA ABSOLUTA SOBERANA. MI SOBERANÍA MUERTA HA QUEDADO INASIBLE EN LA CALLE —ALREDEDOR DE ELLA HAY UN SILENCIO DE TUMBA- AGAZAPADA EN LA ESPERA DE ALGO TERRIBLE—Y SIN EMBARGO SU TRISTEZA SE RIE DE TODO.
En una esquina la angustia sucia y parda me produjo un intenso malestar (tal vez por haber visto a dos muchachas furtivas en la escalera de un mingitorio). Entonces me vinieron ganas de vomitar. Tenía, en ese momento, que desnudarme o desnudar a las muchachas que deseaba: me aliviaba la tibieza de carnes fofas. Pero eché mano del más pobre de mis medios: pedí, en el mostrador, un pernod que tragué ávidamente; fui de taberna en taberna hasta que... Había caído la noche.
Comencé a vagar por esas calles propicias que van del crucero Poissonnière a la calle Saint-Denis. La soledad y la obscuridad completaron mi embriaguez. La noche estaba desnuda en las calles desiertas y quise desnudarme como ella: me quité el pantalón y me lo puse al brazo; hubiera querido atar la frescura de la noche a mis piernas: una libertad atronadora me impulsaba. Me sentía magnificado. Tenía en la mano mi sexo erecto.
(Mi entrada en materia es dura. Hubiera podido evitarla y seguir siendo “verosímil”. Me convenían los rodeos. Pero así es, no hay rodeos para comenzar. Continúo... es cada vez más duro...).
Sorprendido por algún ruido volví a ponerme el pantalón, y me dirigí a Los Espejos: allí volví a encontrar la luz. En medio de una enjambre de muchachas, Madame Edwarda, desnuda, sacaba la lengua. Para mi gusto era encantadora. La escogí; se sentó a mi lado. Apenas tuve tiempo de contestar al coime; tomé a Edwarda que se abandonó en mis brazos; nuestras bocas se juntaron en un beso enfermizo. La sala estaba repleta de hombres y de mujeres; tal era el desierto en que se proseguía el juego. Durante un instante su mano se deslizó; me rompí súbitamente como un vidrio; temblaba en mis calzones; sentía a Madame Edwarda, cuyas nalgas retenía en mis manos; ella también se desgarraba; en sus grandes ojos extraviados estaba el terror y en su garganta un largo gemido de estrangulada.
Recordé que había deseado ser infame o, más bien, que hubiera sido necesario a toda costa, que lo fuera. Adivinaba las risas a través del tumulto de voces, de luces, del humo. Pero ya nada contaba. Estreché a Edwarda en mis brazos, ella me sonrió; en ese instante, transido, sentí un nuevo estrecimiento. Una especie de silencio cayó sobre mí y me heló. Ascendía en un vuelo de ángeles que no tenían ni cuerpos ni cabezas, hechos de deslizamientos de alas; pero todo era muy sencillo; me entristecí y me sentí abandonado como lo está uno en presencia de DIOS. Todo era peor y más demencial que la embriaguez. Al principio me apenaba la idea de que esta grandeza que me caía encima me privara del placer que esperaba obtener de Edwarda.

Me sentí absurdo; Edwarda y yo no habíamos cruzado ni una palabra. Experimenté un instante de gran malestar. No hubiera podido decir nada del estado en que me hallaba: en medio del tumulto y las luces, la noche caía sobre mí. Quise tirar la mesa, trastornar todo; la mesa estaba fija en el suelo. Un hombre no puede soportar nada más cómico. Todo había desaparecido, el salón y Madame Edwarda. Sólo la noche...

Una voz demasiado humana me sacó de mi perplejidad. La voz de Madame Edwarda, como su cuerpo grácil, era obscena:
—¿Quieres ver mis entresijos? —me dijo.
Con las manos agarradas a la mesa, me volví hacia ella. Sentada frente a mí, mantenía una pierna levantada y abierta; para mostrar mejor la ranura estiraba la piel con sus manos. Los “entresijos” de Edwarda me miraban, velludos y rosados, llenos de vida como un pulpo repugnante. Dije con voz entrecortada:
—¿Por qué haces eso?
—Ya ves —dijo-, soy DIOS ...
—Estoy loco ...
—No es verdad; debes mirar: ¡Mira!
Su voz rasposa se suavizó y se hizo casi infantil para decirme lánguidamente, con la sonrisa infinita del abandono: “¡Cuánto he gozado!”.
Había guardado su postura provocante.
Ordenó:
—¡Besa!
—Pero ... —dije—, ¿delante de todos? ...
—¡Claro!
Temblaba; yo la miraba inmóvil; ella me sonreía tan dulcemente que me hacía estremecer. Al fin, me arrodillé; titubeando, puse mis labios sobre la llaga viva. Su muslo desnudo acariciaba mi oreja: me parecía escuchar un ruido de olas como el que se escucha en los caracoles marinos. En la insensatez del burdel y en medio de la confusión que reinaba a mi alrededor (me parecía que me asfixiaba, estaba congestionado y sudaba), yo permanecía extrañamente en suspenso, como si Edwarda y yo nos hubiéramos perdido en una noche de vendaval frente al mar.
Escuché otra voz, la de una mujer robusta y bella, vestida con propiedad:
—Hay que subir muchachos —dijo con voz hombruna.
Pagué a la madrota, me levanté y seguí a Madame Edwarda, cuya desnudez apacible cruzó el salón. Pero el simple recorrido entre las mesas repletas de muchachas y de clientes, este rito burdo de “la que va par arriba”, seguida del hombre que le hará el amor, no fue para mí en ese momento más que una alucinante solemnidad: los talones de Madame Edwarda sobre el piso enlosado, el contoneo de este largo cuerpo obsceno, el acre olor de mujer que goza, husmeando por mí, de este cuerpo blanco ... Madame Edwarda iba delante de mí, como envuelta en nubes. La indiferencia tumultuosa de la sala a su dicha, a la mensurada gravedad de su andar, era una consagración regia y una fiesta florida: la muerte misma participaba en la fiesta, ya que la desnudez en el burdel invoca siempre la idea del cuchillo del carnicero.

...

Los espejos que cubrían los muros y el plafón multiplicaban la imagen animal de la cópula: al menor movimiento, nuestros corazones rotos se abrían hacía el vacío en el que nos abismaba la infinidad de nuestros reflejos.

Finalmente zozobramos de placer. Nos incorporamos y nos miramos gravemente. Madame Edwarda me fascinaba: nunca había visto una muchacha más bonita —ni más desnuda. Sin dejar de mirarme, tomó de un cajón unas medias de seda blanca; se sentó sobre la cama y se las puso. La poseía el delirio de estar desnuda; una vez más, separó las piernas y se abrió; la acre desnudez de nuestros cuerpos nos arrojaba descorazonados en el mismo agotamiento. Se puso una chaquetilla blanca y disimuló su desnudez bajo un dominó: el capuchón le cubría la cabeza y un antifaz orlado de encaje ocultaba su rostro. Así vestida, se desprendió de mí y dijo:
—Salgamos.
—Pero ... ¿puedes salir? —le pregunté.
—Vamos, pronto, fifí —dijo ella alegremente—¡No vas a salir desnudo!.

Me dio la ropa, me ayudó a vestirme y mientras lo hacía su capricho mantenía a veces, entre su carne y la mía, un contacto disimulado. Bajamos por una escalera estrecha en la que nos cruzamos con una afanadora. En la súbita oscuridad de la calle, me sorprendió descubrirla huidiza, vestida de negro. Se apresuraba alejándose de mí. El antifaz que la enmascaraba la volvía animal. No hacia frío y sin embargo yo temblaba. Edwarda iba ajena a todo; un cielo estrellado, vacío y demente sobre nuestras cabezas. Creí vacilar pero caminé tras ella.

A estas horas de la noche, la calle estaba desierta. De pronto, maliciosamente y sin decir una palabra. Edwarda echó a correr. La puerta Saint-Deis se alzaba ante ella: se detuvo. Yo no me había movido: como yo, inmóvil, Edwarda esperaba bajo la puerta, en medio del arco. Era algo enteramente negro, simple y angustioso como un agujero: comprendí que ella ni siquiera reía y que, bajo su vestido que la velaba, estaba ausente. Supe entonces, ya disipada en mí toda embriaguez, que Ella no había mentido, que Ella era DIOS. Su presencia tenía la simplicidad ininteligible de una piedra: en medio de la ciudad, tenía la sensación de estar de noche en la montaña, entre soledades sin vida.
Me sentí liberado de Ella; estaba solo ante esta piedra negra. Temblaba, adivinando ante mí lo más desierto que hay en el mundo. De ninguna manera podía desentenderme del horror cómico de mi situación: aquella mujer cuyo aspecto en ese momento me helaba, un instante antes ... El cambio se había producido como un deslizamiento. En Madame Edwarda el luto, un luto sin dolor y sin lágrimas, había hecho surgir un silencio vacío. Sin embargo, yo quería saber: esta mujer que hacía apenas unos instantes estaba tan desnuda y que me llamaba alegremente “fifí” ... Crucé la calle; mi angustia ordenaba detenerme, pero yo seguía avanzando.
Se deslizó, muda, retrocediendo hacia la columna de la izquierda. Yo estaba a dos pasos de la puerta monumental. Cuando penetré bajo el arco de piedra, la túnica desapareció sin hacer ruido. Escuchaba conteniendo la respiración. Me sorprendía entenderlo todo: supe, cuando ella echó a correr, que forzosamente debía correr, precipitarse hacia la puerta; cuando se detuvo estaba suspendida en una especie de ausencia, más allá de todas las risas posibles. Ya no la veía: una oscuridad de muerte descendía de las bóvedas. Sin haber pensado en ello un solo instante, “sabía” que comenzaba la agonía. Aceptaba; deseaba sufrir, ir más lejos, ir, aunque para ello tuviera que morir, hasta el “vacío” mismo. Conocía, quería conocer, ávido de su secreto, sin dudar un solo instante de que en ella reinaba la muerte.

Gimiendo bajo la bóveda, yo estaba aterrorizado, reía:
—El único de los hombres que ha traspuesto la nada de este arco...
Me hacía temblar la idea de que ella pudiera huir, desaparecer para siempre. Temblaba de aceptarlo, pero de imaginarlo enloquecía: me precipité para rodear la columna. Con la misma rapidez corrí alrededor de la columna del lado derecho: había desaparecido, pero no podía creerlo. Me quede abrumado ante la puerta y comenzaba a desesperarme cuando percibí, del otro lado de la calle, inmóvil, el dominó que se perdía entre las sombras: Edwarda estaba de pie, aún sensiblemente ausente, frente a una terraza de café desierta. Me dirigí hacia ella: parecía loca, evidentemente, como si hubiera venido de otro mundo y, en la calle, menos que un fantasma, una niebla tardía. Retrocedió lentamente hasta toparse con una mesa del café vació.
Como si la despertara, dijo con una voz exánime:
—¿En dónde estoy?

Desesperado, le mostré el cielo vació sobre nuestras cabezas. Alzó la mirada; por un momento, bajo la máscara, permaneció con los ojos vagos, perdidos en el campo de estrellas. Yo la sostenía; con sus dos manos tenía, enfermizamente, el dominó cerrado. Comenzó a retorcerse convulsivamente. Sufría. Creí que lloraba, pero era como si el mundo y la angustia la sofocaran sin dejarla suspirar. Se alejó presa de una oscura repugnancia, rechazándome. Súbitamente enloquecida, se precipitó; luego se detuvo; alzando los vuelos del dominó bruscamente, mostró sus nalgas. Y volviéndose, se lanzó contra mí. Una fuerza salvaje la animaba; furiosamente me golpeaba el rostro; me golpeaba a puñetazos, con un impulso furioso de pelea. Tropecé y caí. Ella huyó corriendo.

No había conseguido incorporarme; estaba todavía arrodillado cuando se volvió. Con una voz quebrada, imposible, clamando al cielo y vociferando al tiempo que agitaba horrorosamente los brazos, gritó:
—Me ahogo; ¡maldito beato, ME CAGO EN TI! ...
La voz se quebró en una especie de estertor; alargó las manos como para estrangular y se desplomó.
Como un trozo de lombriz, se agitaba presa de espasmos respiratorios. Me incliné sobre ella y tuve que arrancarle de la boca el encaje del antifaz que la atragantaba y que ella mordía furiosamente. El desorden de sus movimientos la había descubierto hasta el pubis: su desnudez tenía ahora la carencia a la vez que el exceso de sentido de una vestidura de muerto. Lo más extraño y lo más angustioso era el silencio en que Madame Edwarda permanecía encerrada: toda comunicación con su sufrimiento era imposible y yo me empeñaba en esta ausencia de salida, en esta noche del corazón que no estaba ni más desierta ni era menos hostil que el cielo vacío. Las convulsiones, como de pescado, de su cuerpo, la furia innoble que expresaba su rostro maligno, calcinaban en mí la vida y la desgarraban hasta el asco.
(Me explico: es vano trata de hacer ironía cuando digo de Madame Edwarda que ella es DIOS. Pero el que DIOS sea una prostituta de burdel y una loca, no tiene sentido racional. En rigor, me alegra que mi tristeza provoque risa: sólo me comprenderá aquel cuyo corazón esté herido de una llaga incurable tal que nadie querría jamás sanar de ella ... ¿y qué hombre herido aceptaría “morir” de una herida que no fuera como esa?).
La conciencia de lo irremediable cuando, como en aquella noche estaba arrodillado junto a Edwarda, no era ni menos clara ni menos escalofriante que el momento en que escribo. Su dolor estaba en mí como la verdad de una flecha: sabemos que entra en el corazón, pero con la muerte; en espera de la nada lo que subsiste tiene el sentido de las escorias con las que mi vida se empeña en vano. Ante un silencio tan negro, hubo en mi desesperación un salto; las contorsiones de Edwarda me arrancaban de mí mismo y me arrojaban despiadadamente hacia un más allá negro como se entrega al condenado al verdugo.
Aquel que está destinado al suplicio, cuando, después de la interminable espera, llega un pleno día al lugar en que se cumplirá el horror, observa los preparativos; el corazón le palpita agitado: en su estrecho horizonte cada objeto, cada rostro reviste un sentido abrumador y contribuye a apretar el tórculo del que ya no se puede escapar. Cuando vi a Madame Edwarda retorciéndose en el suelo, entré en un estado de absorción similar, pero el cambio que se produjo en mí ya no me contenía: el horizonte ante el que me ponía el sufrimiento de Edwarda era fugaz como el objeto de una angustia; desgarrado y descompuesto, experimentaba una sensación de poderío a condición del que, volviéndome malvado, me odiara a mí mismo. El deslizamiento vertiginoso por el que me extraviaba había abierto en mí una zona de indiferencia; no se trataba ya de una preocupación o de un deseo: el éxtasis de la fiebre nacía, en ese punto, de la entera imposibilidad de detenerse.
(Si debo aquí descubrirme, resulta decepcionante jugar con las palabras y tomar prestada su lentitud a las frases. Si nadie reduce a la desnudez lo que yo digo, suprimiendo la vestidura y la forma, estoy escribiendo en vano. (Asimismo, ya lo sé, mi esfuerzo es desesperado: el relámpago que me deslumbra —y que me aniquila— no habrá sin duda cegado más que mis ojos). Sin embargo, Madame Edwarda no es el fantasma de un sueño: el sudor de su cuerpo ha empapado mi pañuelo: a mi vez quisiera conducir a los demás al punto al que he sido llevado por ella. Este libro tiene su secreto; pero debo callarlo: está más allá de todas las palabras).
Al fin, pasó la crisis. Durante un rato todavía, las convulsiones continuaron, pero con menos furia. Recobró el aliento, sus rasgos se suavizaron y dejaron de ser horribles. Extenuado, me recosté junto a ella sobre el pavimento durante unos instantes. La cobijé con mi roja. No pesaba mucho y decidí llevarla cargando; la estación de taxis no estaba lejos. Iba inerte en mis brazos. El trayecto fue largo; tuve que detenerme tres veces. Mientras tanto, ella volvió en sí y cuando llegamos quiso permanecer de pie: dio un paso vacilante. La sostuve y ayudada por mí subió al coche.
Dijo débilmente:
—... Todavía no ... que espere ...
Le dije al chofer que no arrancara. Exhausto, subí al taxi y me dejé caer junto a Edwarda.
Permanecimos largo rato en silencio, Madame Edwarda, el chofer y yo, inmóviles en nuestros lugares, como si el taxi estuviera en marcha.
Edwarda dijo al fin:
—¡Que vaya al Mercado de Les Halles!
Así lo dije al chofer, y se puso en marcha.
Nos llevó por calles sombrías. Calmadamente, Edwarda desató las cintas de su dominó que cayó al piso; ya no tenía el antifaz; se quitó la chaquetilla y dijo como para sí en voz baja:
—Desnuda como una bestia.
Hizo para el coche, golpeando la ventanilla, y bajó. Se acercó al chofer hasta tocarlo y le dijo:
—Mira ... estoy en cueros ... ven.
El chofer inmóvil miró a la bestia: ella, alejándose un poco, levantó la pierna mostrándole la vulva. Sin decir una sola palabra y sin prisa, el hombre bajó de su asiento. Era fuerte y tosco. Edwarda lo abrazó, lo besó en la boca al tiempo que le hurgaba en la bragueta. Le hizo caer el pantalón diciéndole:
—Ven adentro del coche.
El chofer se sentó junto a mí. Ella lo siguió, y, montándose sobre él, deslizó con su mano al chofer dentro de ella. Yo permanecía inerte, mirando; ella se movía con una lentitud solapada de la que, visiblemente, obtenía un placer agudísimo. El otro respondía y se entregaba brutalmente con todo su cuerpo. Nacido de la intimidad puesta al desnudo de estos dos seres, el abrazo llegaba poco a poco al punto de exceso en que el corazón desfallece. El chofer yacía jadeante. Encendí la lamparilla interior. Edwarda, erguida a horcadas sobre el obrero, con la cabeza echada hacia atrás, hacia ondear su cabellera. Sosteniéndola por la nuca, puede ver sus ojos en blanco. Se apoyaba sobre la mano que la retenía y la tensión aumentaba su jadeo. Sus ojos se compusieron, y durante un momento pareció apaciguarse. Me vio; en ese momento supe que su mirada volvía del imposible y vi en su fondo una fijeza vertiginosa. La crecida que la inundaba en sus raíces brotó en las lágrimas que manaban de sus ojos. El amor estaba muerto en esos ojos; emanaba de ellos un frío de aurora, una transparencia en la que yo leía la muerte. Y todo estaba contenido dentro de esta mirada de sueño: los cuerpos desnudos, los dedos de la baba en los labios, no había nada que no contribuyera a este deslizamiento ciego hacia la muerte.
El goce de Edwarda —fuente de aguas vivas— manaba en ella hasta producir el llanto, prolongándose inusitadamente: la ola de voluptuosidad no cesaba de glorificar su ser, de hacer su desnudez más desnuda y su impudicia más vergonzosa. Con el cuerpo y el rostro extasiados, abandonados a un zureo indecible, dulcemente dibujó una sonrisa quebrada: me vio en el fondo de mi aridez; desde la profundidad de mi tristeza sentí correr el torrente de su alegría liberada. Mi angustia se oponía al placer de Edwarda me provocaba un sentimiento agobiante de lo milagroso. Mi desamparo y mi fiebre me parecían poca cosa, pero era en ellos en los que estaba contenida la única grandeza que en mí podía responder al éxtasis de aquella mujer que, en el fondo de un silencio helado, yo llamaba “mi corazón”.
Los último estremecimientos hicieron presa de ella lentamente; luego su cuerpo, que aún espumaba, se distendió: el chofer yacía exhausto en el fondo del taxi, después del amor. Yo no había dejado de sostener a Edwarda por la nuca: el nudo se desató; la ayude a recostarse, enjugándole el sudor. Con los ojos apagados, ella se dejaba hacer. Yo había apagado la luz: se adormeció como un niño. El mismo sueño nos invadió, a Edwarda, al chofer y a mí.
(¿Continuar? Yo lo hubiera querido, pero me importa un bledo. Eso no es lo que interesa. Digo lo que me oprime en el momento de escribir: ¿es todo esto absurdo?, ¿o tiene algún sentido? Me enfermo de pensar en ello. Me despierto por las mañana, igual que millones de muchachas y muchachos, de bebés y de ancianos —sueños para siempre disipados ... ¿tendría algún sentido el despertar de tantos millones de seres y de mí mismo? ¿Un sentido oculto? Evidentemente oculto. Pero si nada tiene sentido, entonces ¿para qué? Retrocederé ayudándome de supercherías. Debería desentenderme y abocarme al sinsentido: para mí no queda sino el verdugo que me tortura y me mata: ni la sombra de una esperanza. Pero ¿si hay un sentido? Hoy lo ignoro. ¿Mañana? ¿Qué sé yo? No puedo concebir ningún sentido que no sea “mi” suplicio; eso ya lo sé. Y por el momento: sin-sentido. El Señor Sin-Sentido escribe: sabe que está loco; es terrible. Pero su locura, ese sin-sentido —¡cómo se ha vuelto “serio” de pronto!— ¿no sería acaso, justamente, “el sentido”? (No, Hegel no tiene nada que ver con la “apoteosis” de una loca . . . ) Mi vida no tiene sentido más que a condición de que yo mismo no lo tenga; que esté loco: entiéndalo quien pueda, entiéndalo quien muerta . . . así pues el ser está ahí, sin saber por qué, temblando de frío . . . la inmensidad y la noche lo envuelven y, con toda intención, está allí para . . . “no saber” . ¿Pero DIOS? ¿Qué quieren que diga, señores Cultos, señores Creyentes? —¿Al menos Dios lo sabría?.
DIOS, si lo “supiera”, sería un puerco (*) ¡Señor (en mi desampara invoco a “mi corazón”), líbrame, ciégalos! El relato ¿lo continuaré?).
He terminado.
Del sueño que nos dejó algún tiempo dormidos en el interior del taxi, fui el primero en despertar, enfermo . . . El resto es ironía, larga espera de la muerte . . .

(*) He dicho: “Dios, si lo ‘supiera’, sería un puerco”. Quien (lo imagino en ese momento sucio y “desgreñado”) captara esta idea hasta su fondo ¿qué tendría de humano? Más y más allá de todo . . . EL MISMO, en éxtasis sobre el vacío . . . ¿Pero ahora? TIEMBLO.

No hay comentarios.: