11.7.07

Scott Fitzgerald bajo el umbral

Entrevista de Michel Mok
publicada el 25/12/1936
en el New York Post

Hace mucho, cuando era un hombre joven y se sentía seguro de sí mismo, ebrio por su repentino éxito, F. Scott Fitzgerald le dijo a un periodista que nadie debería vivir más allá de los treinta.
Eso ocurría en 1921, poco después de que la publicación de su primera novela. A este lado del paraíso, alumbrara los cielos de la literatura como una encendida explosión de fuegos artificiales.
El poeta-profeta de la neurosis posbélica se enfrentaba ayer a su 40 cumpleaños en su habitación del Gove Park Inn. Pasó el día igual que pasa todos los días: intentando volver desde el otro lado del paraíso, salir del infierno del abatimiento en que se retuerce desde hace un par de años.
Su única compañía fuimos su maternal y complaciente enfermera de dulce acento sureño y el periodista que esto suscribe. Con la muchacha intercambió las chanzas típicas entre enfermera y paciente. Con su visitante mostró entereza, como comenta su próxima reaparición estelar un actor consumido por el miedo a que su nombre no vuelva a aparecer jamás en las luminarias.
No engañaba a nadie. Era obvio que en el fondo de su corazón albergaba tan pocas esperanzas como sol había en el lloroso cielo, cubierto de nubes, que velaban la vista de Subset Mountain.
Físicamente sufría las secuelas de un accidente ocurrido ocho semanas antes, en el que se había fracturado el hombro al zambullirse desde un trampolín de cinco metros de altura.
Con todo, aún cuando la fractura le causara alguna molestia, no explicaba su continuo y nervioso entrar y salir de la cama, su desasosegado deambular, sus manos temblorosas y la penosa expresión de niño cruelmente apaleado que se dibujaba en su rostro crispado.
Tampoco se podía responsabilizar al dolor de sus frecuentes visitas a una cómoda en uno de cuyos cajones había una botella. Cada vez que se servía un trago en el vaso medidor de cristal que tenía en la mesilla de noche miraba implorante a la enfermera y le preguntaba: ¿Una onza más?
Una y otra vez, la enfermera bajaba la mirada sin darle respuesta alguna.
A fuerza de ser sinceros, no puedo por menos que reconocer que Fitzgerald no intentaba convertir su lesión en una excusa para justificar su sed.
–A papaíto le ha pasado una serie de cosas –dijo con burlona jovialidad–. Por eso está deprimido y ha empezado a beber un poquito.
Se negó a explicar cuáles eran esas cosas.
–Una desgracia tras otra –replicó–, y al fin al se me rompió algo.
Sin embargo antes de viajar a Carolina del Norte, este visitante había tenido oportunidad de averiguar algunos detalles sobre la historia reciente de Fitzgerald a través de unos amigos de Baltimore, donde había vivido hasta el mes de julio. Al parecer la señora Fitzgerald se había tirado a la vía del tren delante de un expreso. A pesar de su delicado estado, el propio Fitzgerald se había lanzado a rescatarla, salvándole la vida de milagro.
También había habido otros contratiempos. La señora Fitzgerald había sido finalmente internada en un sanatorio cerca de la ciudad y su marido la había seguido hasta allí, instalándose en una habitación del edificio de piedra del Grove Park Inn, uno de los hoteles de recreo más grandes y populares de los Estados Unidos.
Sean cuales fueren las causas de las crisis nerviosas de Fitzgerald, resultan menos importantes que sus efectos sobre el escritor. Fue en un trabajo titulado Pasting it Together (Uniendo las piezas), uno de los tres artículos autobiográficos publicados en Esquirre, donde habló de sí mismo como un plato rajado.
Con todo escribía:
A veces hay que guardar el plato agrietado en la despensa, mantenerlo en servicio como necesidad doméstica. No será posible volver a calentarlo sobre el fogón o meterlo en el fregadero con los demás platos. No sería conveniente utilizarlo para servir a las visitas, pero sí usarlo para poner en él unas galletas por la noche o para meter las sobras en la heladera.
Hoy, el remedio habitual para alguien que está hundido es pensar en aquellos están en la indigencia o sufren padecimientos físicos. Tiene una acción balsámica contra la melancolía en general y es un consejo razonablemente saludable para cualquiera en el transcurso del día, pero a las tres de la madrugada la cura no sirve para nada. Y en una noche realmente oscura del alma son siempre las tres de la madrugada, día tras día. A esas horas, la tendencia es negarnos a hacer frente a las cosas durante tanto tiempo como sea posible, retirándonos a un sueño infantil del que continuamente nos arranca, sobresaltados, el contacto con el mundo.
Nos enfrentamos a esas situaciones tan rápida y descuidadamente como nos es posible, y luego nos refugiamos de nuevo en el sueño, confiando en que todo vuelva a recomponerse por sí mismo merced a alguna milagrosa material o espiritual… pero cuando el repliegue persiste y cada vez hay menos esperanza de que se produzca dicha bonanza, ya no aspiramos a que se desvanezca un único pesar, sino que más bien nos convertimos en testigos involuntarios de una ejecución, de la desintegración de nuestra propiedad personal.
Ayer, al final de una larga, digresiva e inconexa conversación. Fitzgerald expresó lo mismo con diferentes palabras, no tan poéticas, pero no por ello menos emocionantes:
–Un escritor como yo –dijo– ha de tener una profunda confianza en sí mismo, una inmensa fe en su buena estrella. Se trata de un sentimiento casi místico, una sensación de que nada puede ocurrirle, nada puede dañarlo, nada puede afectarlo. Thomas Wolfe lo tiene, y Ernest Hemingway lo tenía. Yo lo tuve una vez, pero después de una serie de desastres, muchos de ellos responsabilidad mía, algo le ocurrió a mi sentimiento de inmunidad y perdí pie.
A modo de ilustración, me contó una historia acerca de su padre.
–Durante mi infancia, mi padre vivía en Montgomery County, en Maryland. Nuestra familia ha estado bastante involucrada en la historia de América. El hermano de mi bisabuelo fue Francis Scott Key, el autor de The Star-Spangled Banner. A mí me llamaron así por él. La señora Surrat que murió ahorcada tras el asesinato de Lincoln porque Booth había planeado el atentado en su casa, era tía de mi padre. Recordará que ejecutaron a tres hombres y una mujer.
Cuando tenía 9 años, mi padre cruzaba el río a espías en un bote de remos. Al cumplir los doce, pensó que la vida había acabado para él. Tan pronto como pudo se marchó al Oeste, tan lejos del escenario de la guerra civil como le fue posible, puso en marcha una fábrica de muebles de mimbre en St. Paul. Sufrió el impacto del pánico financiero de los años 90 y fracasó.
Regresamos al Este y mi padre consiguió trabajo como vendedor de jabón en Búfalo. Conservó ese puesto durante varios años. Una tarde, cuando yo tenía 10 u 11 años, sonó el teléfono y lo tomó mi madre. No entendí lo que decía, pero percibí que nos había alcanzado algún desastre. Poco antes, mi madre me había dado 25 centavos para que fuese a nadar. Le devolví el dinero. Sabía que había ocurrido algo terrible y decidí que en ese momento no podía malgastar el dinero.
Luego me puse a rezar: Dios mío, por favor, no permitas que vayamos al asilo. Poco después mi padre regresó a casa. Yo había estado en lo cierto. Había perdido el trabajo. Al salir de casa esa mañana era un hombre relativamente joven, lleno de fortaleza, de confianza. Cuando regresó por la noche era un anciano, un hombre totalmente destrozado. Había perdido su energía vital, su inmaculada pureza. Fue un fracasado el resto de sus días.
Fitzgerald se frotó los ojos, la boca. Recorrió de un lado a otro la habitación con paso rápido.
–Por cierto, recuerdo algo más –dijo–. Recuerdo que cuando mi padre regresó a casa mi madre me dijo: Dile algo a tu padre, Scott. Yo no sabía qué decirle. Me acerqué a él y le pregunté: Padre, ¿quién cree que será el próximo presidente? Él estaba mirando por la ventana. No movió ni un músculo. Luego contestó: Creo que será Taft.
A mi padre se le había abierto el suelo bajo los pies y a mí me ha ocurrido lo mismo. Pero ahora estoy haciendo lo posible por empezar otra vez. Comencé escribiendo unas colaboraciones Esquire. Quizás haya sido una equivocación. Demasiado de profundis... Mi mejor amigo, un gran escritor norteamericano al que llamo mi conciencia artística en uno de los artículos de Esquirre, me escribió una carta muy enfurecido. En ella me decía que era estúpido escribir acerca de cosas tan personales y sombrías.
–¿Cuáles son sus planes en este momento señor Fitzgerald? ¿En qué está trabajando ahora?
–En todo tipo de cosas, pero no hablemos de planes. Cuando se habla de proyectos se pierde algo de ellos.
Fitzgerald abandonó la habitación.
–Desesperación, desesperación y desesperación –dijo la enfermera– Desesperación día y noche. Intente no hablarle de su trabajo o su futuro. Trabaja, pero muy poco, puede que tres o cuatro horas a la semana.
No tardó en regresar.
–Debemos celebrar el cumpleaños del autor –dijo alegremente–. Mataremos el ternero cebado a tal efecto, o al menos cortaremos el pastel con velitas.
Se sirvió otra copa.
–Sé que esto va muy en contra de su sensato criterio, querida –le dijo a la muchacha con una sonrisa.
Atendiendo al consejo de la enfermera, este visitante desvió la conversación hacia los primeros días de la carrera del escritor y Fitzgerald le explicó cómo había dado en escribir A este lado del paraíso.
–Lo escribí cuando estaba en el ejército –dijo– Tenía 19 años. Rescribí todo el libro un año después. También le cambié el título. Originalmente se llamaba El egoísta romántico.
A este lado del paraíso es un título precioso, ¿verdad? Se me dan bien los títulos. He publicado cuatro novelas y cuatro volúmenes de relatos cortos. Todas las novelas tienen buenos títulos: El gran Gatsby, Hermosos y condenados, Suave es la noche. Ese es mi libro más reciente. Trabajé en él durante cuatro años.
Sí, escribí A este del paraíso cuando estaba en el ejército. No fui a Europa. Mi experiencia bélica se redujo casi exclusivamente a enamorarme de una chica en cada ciudad por la que pasaba. Estuve a punto de cruzar el charco. De hecho nos subieron a un transporte y después nos hicieron bajar de nuevo. Fue por una epidemia de gripe o algo por el estilo. Eso ocurrió alrededor de una semana antes de la firma del armisticio.
Estábamos acuartelados en Camp Mills, en Long Island. Me escapé a hurtadillas del campamento y llegué a Nueva York, territorio prohibido. Sin duda debía de haber alguna chica por medio. Perdí el tren de regreso a Camp Sheridan, Alabama, donde habíamos hecho la instrucción.
Total me fui a la estación de Pensilvania y requisé una máquina y un vagón para que me llevase a Washington y poder unirme a las tropas. Le dije al personal del ferrocarril que llevaba conmigo documentos secretos de guerra para el presidente Wilson. No podía perder ni un minuto. No podía confiárselo al correo. Se lo creyeron. Estoy seguro que es la única vez en la historia del ejército de los Estados Unidos en la que un teniente ha requisado una locomotora. Me uní al regimiento en Washington. No, no me castigaron.
–¿Qué fue de A ese lado del paraíso?
–Es verdad, estoy divagando. Una vez que nos licenciaron viajé a Nueva York. Scribners rechazó mi libro. Entonces intenté conseguir trabajo en un periódico. Recorrí todos y cada uno de los diarios con las partituras y las letras de los espectáculos del Triangle de los dos o tres años anteriores bajo el brazo. Había sido un personaje importante en el Triangle Club de Princenton y pensé que eso me serviría de ayuda. A aquellos tipos no lo impresionó.
Un día Fitzgerald se dio de manos a boca con un publicista que le dijo que se olvidase de la prensa. Lo ayudó a conseguir un empleo en la agencia Barron Coolier y durante algunos meses escribió eslóganes para los carteles publicitarios de los tranvías.
–Recuerdo el éxito que tuvo un eslogan que escribí para la lavandería Muscatini Steam de Muscatine, Iowa. Con Muscatini irá como un pincel. Me subieron el sueldo por aquello. Puede que sea un poco demasiado imaginativo, me dijo el jefe, pero está claro que usted tiene futuro en este negocio. Dentro de poco, esta oficina no será lo bastante grande para retenerlo.
Y así fue, en efecto. No pasó mucho tiempo antes de que Fitzgerald se aburriese hasta la extenuación y alzó el vuelo. Volvió a St. Paul, donde aún vivían sus padres, y le propuso a su madre que le cediese el tercer piso de la casa durante un tiempo y lo abasteciese de cigarrillos.
–Así lo hizo, y en tres meses reescribí completamente mi libro. Scribners aceptó el manuscrito revisado en 1919 y el libro fue publicado en la primavera de 1920.
En A este lado del paraíso. Fitzgerald hace que uno de sus principales personajes lance una pulla contra los autores más populares de la época, algunos de los cuales son aún conocidos, con estas palabras: ¡Cincuenta mil dólares al año! Dios mío, míralos, pero míralos... Edna Feber, Gouverneur Morris, Fannie Hurts, Mary Roberts Rinehart... Entre todos ellos no han escrito una sola novela o relato que vaya a sobrevivir diez años. El tipo ese, Cobb, no me parece ni inteligente ni divertido. Lo que es más, no creo que se lo parezca a demasiada gente, salvo a los editores. Simplemente está medio sonado con tanta publicidad. Harold Bell Wright, Zane Grey, Ernest Poole, y Dorothy Canfield hacen lo que pueden, pero cargan con el pesado lastre de su absoluta falta de sentido del humor.
El muchacho concluía afirmando que no era de extrañar que escritores ingleses como Wells, Conrad, Galsworthy, Shaw y Benett obtuvieran en América más de la mitad de sus ganancias por venta de libros.
–¿Qué opina Fitzgerald acerca de la situación literaria del país hoy?
–Ha mejorado mucho –dijo. Todo empezó con Calle principal. En mi opinión Ernest Hemingway es el mejor escritor en lengua inglesa vivo. Ocupó ese puesto a la muerte de Kipling. Luego está Thomas Wolfe y después Faulkner y Dos Passos. A Erskine Caldwell y a unos cuantos más que llegaron poco después de nuestra generación no les ha ido tan bien... nosotros fuimos producto de la prosperidad. El mejor arte se genera en periodos de riqueza. Los hombres que llegaron unos años más tarde no tuvieron tanta suerte como nosotros.
–¿Ha cambiado de opinión respecto de los temas económicos? Amory Blaine, el héroe de A este lado del paraíso, predecía el éxito del experimento bolchevique en Rusia y la eventual nacionalización de todas las industrias de este país.
–Cielos, aquello fue una auténtica metedura de pata –respondió Fitzgerald–, ¿Recuerda que dije que la publicidad acabaría por destruir a Lenin? Menuda profecía. Se convirtió en un santo. ¿Mis convicciones? Bueno, si me pone entre la espada y la pared, diría que siguen siendo bastante de izquierda.
Seguidamente, el periodista quiso saber qué opinaba ahora acerca de la generación loca por el jazz y la ginebra de cuyas febriles andanzas hizo la crónica en A este lado del paraíso. ¿Qué había sido de ellos? ¿Qué lugar habían llegado a ocupar en el mundo?
–Por qué iba a preocuparme por ellos? –me preguntó–. ¿Acaso no tengo ya bastantes problemas propios? Sabe usted tan bien como yo qué ha sido de ellos. Algunos se hicieron especuladores y saltaron por la ventana. Otros se convirtieron en banqueros y se pegaron un tiro. Otros se hicieron periodistas. Y unos pocos llegaron a ser autores de éxito.
Su rostro se contrajo.
–¡Autores de éxito! –exclamó– ¡Oh, Dios mío, autores de éxito!
Se tambaleó hasta la cómoda y se sirvió una copa más.

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